
“… A los cuatro o cinco días de que ella muriera, me encontraba sentado en el comedor, solo, preguntándome qué hacer a continuación. Mi mente daba vueltas en espera de que la conmoción comenzara a remitir, en espera de que alguna forma de sentimiento estructurado emergiera de la impostura organizativa en que transcurrían las jornadas. Me sentía ansioso y vacío. Los niños dormían. Yo bebía…”