El doctor norteamericano aborda más de 4 décadas de investigación científica sobre una materia todavía oculta
Años 70. Un joven médico se apresura a comer un plato de espaguetis en el hospital de Virginia donde desarrolla su tarea. No puede evitar que una mancha de tomate se traslade a su corbata. Antes de marchar a casa, pasa a hacer una visita a una adolescente que ha ingresado en cuidados intensivos, y que yace inconsciente mientras permanece entre vida y muerte tras tratar de suicidarse. Sale de la habitación y habla con su compañera, que es quien ha avisado eficazmente a las autoridades sanitarias que han podido apresurarse y darle una oportunidad. No vuelve hasta la mañana, aliviado pues parece que la joven ya recobra la conciencia. Se presenta ante la chica. Sin embargo no hace falta. Aún con ojos medio abiertos, ella describe la mancha que mantuvo al descubierto anoche, y detalla la conversación que muchos metros más allá, él entabló con su amiga. Una charla que físicamente no podía percibir de ningún modo.
Con este ejemplo y punto de partida empieza un libro y una investigación que ha centrado desde entonces el trabajo de este profesor emérito de psiquiatría y ciencias neuroconductuales de la Universidad de Virginia (Estados Unidos). Bruce Greyson no podía explicarse desde la óptica materialista y física en que le educaron, cómo aquella ciencia inmaculada que había aplicado hasta el momento se mostraba impotente para hallar ningún razonamiento lógico a lo sucedido. Nada ocurre porque sí. La curiosidad latente en cualquier ser humano ante la gran pregunta: ¿qué pasa cuando morimos?, acudió a su puerta con tal fuerza que ha empujado una labor incomparable por normalizar el fin, no como punto definitivo y concluyente, sino más bien como simple tránsito que nos conduce a un estadio diferente de conciencia.
El trabajo relata las experiencias de algunos de los testigos que han burlado las fronteras de una muerte clínica diagnosticada, para así correr la tela del temor y el dramatismo que en su mayoría envuelven tales acontecimientos. En un alto porcentaje de esta muestra variopinta de individuos, condiciones y países de procedencia, el amor es el que guía su vivencia muy lejos de la tragedia. Más allá de la creencia religiosa respetable en cada uno, la impoluta paz que se percibe tiene la capacidad de cambiar por completo el rumbo y el sentido existencial.
¿Por qué pues ante la secular cuestión y frente a tales evidencias la academia y los científicos se entestan a menudo todavía a ignorar lo espiritual, como si esto no sirviera para completar la explicación de la existencia? ¿Cuándo será que ultra pruebas y opiniones, este mundo occidental materialista en que vivimos saque del armario del tabú a la muerte, centre más esfuerzos en ponerle un rostro más preciso, y la ubique no como una conclusión irrefutable sino en medio del genuino ciclo de la vida que dibuja la naturaleza?